Ansu Fati tiene un don. No hay otra explicación posible. Casi 11 meses de baja. Cuatro operaciones de rodilla. Lágrimas cada vez que veía que la articulación no respondía, con un dolor que también le quebraba el alma. Y en el día de su regreso, en apenas diez minutos, arrastró a todos al recuerdo y a la evidencia. Él es un futbolista especial. Quizá un elegido. Provocó un penalti que el árbitro no señaló. Y ya en el añadido, con Miramón como simple actor de reparto, tomó la frontal y soltó un disparo seco para alcanzar su liberación. El gol llevó al nirvana. Su padre, Bori Fati, rompió a llorar junto a su familia. También lo hicieron algunos aficionados. Y el delantero, siempre agradecido, no pudo más que abrazarse en la grada con el doctor Lluís Til. Las horas de desconsuelo que nadie ve son las que marcan nuestras vidas.
Quién sabe si llega otro tiempo. Echemos un vistazo a la clasificación de Primera. El Real Madrid aventaja al Barcelona en cinco puntos. El Atlético está dos por encima de los azulgrana. Ambos equipos han jugado un partido más que los de Koeman, protagonistas de un convincente triunfo ante el Levante. No es más que la evidencia de que el fútbol y todos sus apéndices viven del drama y la exageración continua.
Escrito esto, debería servir lo ocurrido en la soleada tarde de domingo en el Camp Nou para echar por tierra algunas de las muchas excusas que se han venido empleando en los últimos tiempos. Coartadas que empleó Koeman para explicar el paupérrimo nivel ofrecido por el Barcelona en la goleada encajada frente al Bayern y los empates contra el Granada y el Cádiz. Si bien es cierto que el Levante de Paco López ofreció la misma oposición que un espantapájaros hasta el mismo ocaso, la explosión futbolística de niños como Nico González (19 años) y, especialmente, Gavi (17), reforzó la sospecha. El Barça no saldrá de la ruina tirando pelotazos al área y negando a sus centrocampistas, sino entregándose al fútbol adolescente e irreverente de La Masia. Ahí también cabe Riqui Puig. Y por supuesto Ansu Fati. El dorsal 10 de Messi ni le pesa ni le atormenta. Buena señal.
EL ARTE DE GAVI
La luz llegó a más partes del campo. Gavi no busca el arte, vive dentro de él. El duende brota al compás de la inspiración. Sus maneras barriales y su fiereza en la presión acompasan una especial habilidad para hacer suyo el tiempo y el espacio. Para situarse allí donde el rival no le espera y provocar el caos. Pocos futbolistas a su edad son capaces de incidir tanto en el juego.
A la bendición juvenil contribuyó el mejor comportamiento grupal del Barcelona esta temporada. Fue precisamente el día en que Koeman, sancionado, tuvo que quedarse en un palco privado para que su segundo, Alfred Schreuder, embutido en su chándal, ceñido como un torero, dirigiera la orquesta.
El plan desconcertó a un Levante que a los seis minutos ya perdía por culpa de un penalti provocado, y también ejecutado, por el hiperactivo Memphis. Se gustaba Menotti cuando decía que describir los dibujos tácticos era como recitar números de teléfono sin ton ni son. Los futbolistas y los esquemas son demasiado volátiles. Tampoco fue puro el 4-2-3-1 con el que se desplegaron esta vez los azulgrana.
Nico González, aseado, priorizó la responsabilidad en paralelo a Sergio Busquets. Gavi, que en teoría debía arrimarse a banda derecha, se metía con gracia hacia el centro. Memphis se quedaba con la banda izquierda, desde donde tramaba todo tipo de incursiones. Coutinho se apropiaba del premio de la libertad del mediapunta, aunque de poco le sirvió. Mientras que Luuk de Jong, con ese porte salinesco, no tuvo más que preocuparse del desmarque y el remate.
El Barça supo crecer, esta vez sí, a partir de una presión constante y asfixiante en campo rival. Ni siquiera era capaz el Levante de encadenar dos pases. Por si fuera poco, su comportamiento defensivo fue de lo más deficiente. Mustafi, campeón del Mundo con Alemania pese a que ahora esté mucho más cerca de un cementerio de elefantes, lideró una zaga despedazada. Mingueza, por la derecha, y Sergiño Dest, por la izquierda, abrían el campo con convicción y provocaban que por el centro se abrieran auténticos socavones.
Prueba de ello fue el segundo gol del Barcelona, cuando ni siquiera se había alcanzado el primer cuarto de hora de juego. Fue Dest quien tomó otra vez el carril y abrió la pista de despegue a Luuk de Jong por la misma garganta del campo. Mustafi sólo pudo seguir con la mirada la carrera cachazuda del neerlandés, que agradeció no tener que controlar la pelota. Lo suyo es el disparo sin pensar. Por fin entró. No marcaba un gol Luuk de Jong desde hacía seis meses, logrado con la selección de los Países Bajos en un triunfo frente a Gibraltar.
LA HIPERACTIVIDAD DE MEMPHIS
Mientras el Levante no intimidó a Ter Stegen hasta la hora del epitafio, el Barcelona fue aumentando ocasiones. Piqué erró a un metro de la línea de gol. Aitor, sufrido escudo visitante, le ganó un mano a mano a Memphis después de que Gavi abriera los mares con el tobillo. Tal era el éxtasis futbolístico del menudo mediapunta sevillano que intentó vencer al meta con una vaselina que, de haberla acertado, hubiera hecho convulsionar al estadio.
Rendido el Levante con todo un acto aún por delante, el Barcelona pudo recrearse con sus cosas. Memphis, que no pudo disimular su cansancio, se quedó hasta cuatro veces a las puertas del gol. Riqui Puig, ovacionado, volvió a sentirse futbolista en la media hora de la que dispuso. Aunque lo mejor llegó con la irrupción final de Ansu Fati.
Qué sería del fútbol sin la ilusión y la inocencia. Sin la mirada de un niño.